jueves, 8 de marzo de 2012
LA PERRA VIDA
En la vida le he temido y temo a muchas cosas: al sufrimiento físico, a la muerte de mis seres queridos, a los tornados, a que me corten la luz, a las arañas, a las vacas, a los gallos, a la gente que insulta en la calle, a las langostas y -tal vez- a mi muerte, pero ningún temor se compara con el que le tengo a ... los perros.
Además de los especímenes humanos que la habitamos y numerosas aves y felinos, Santa Clara ha estado llena de canes ilustres, infames, violentos, fieles, chicos, grandes, que te ven acercarte con ese gesto impávido, sin dignarse a anunciar si sólo piensan quedarse allí o te van a saltar a la yugular. Si es cierto que los perros huelen la adrenalina que segregamos al experimentar temor, conmigo se deben embriagar.
Quien más quien menos habrá temido o temerá a cierto perro medio grande, medio traicionero, medio senil. Pero no es mi caso: yo le tengo miedo a TODOS los perros.
El obsesivo desarrolla estrategias para ocultar la vergonzosa tara y en eso puede llegar a alcanzar la perfección de un maestro. Ejemplo: voy caminando y en medio de la calle veo un perro con cara de nada. ¿Qué hacer? Aplicar uno de estos tres procedimientos: a) fingir que levanto una piedra y así el amenazante creerá que voy a arrojársela y huirá (¡pobre! jamás sabrá que no sé tirar piedras ni para arriba); b) me quedo parada y hago gestos como si hubiese perdido algo, lo cual me da excusa para retroceder unos metros en caso de que alguien estuviese mirándome; c) camino más lento a la espera de que pase algún vehículo y el animalejo se retire de su posición, en tanto yo voy rezando "San Roque, San Roque: que este perro me mire y no me toque"
Algunos hasta han sido mis amigos como el Melesio, que era propiedad de los vecinos pero solía sestear en casa y acompañarme a hacer los mandados, o la Margarita, que me saludaba de pasada al liceo y trotaba por el pueblo tras las huellas de los innumerables integrantes de la familia, pero la mayoría son del otros bando: los que me hacen cruzar de vereda.
No puedo dejar de mencionar en estas páginas al más villano de todos: el Masoller, un ovejero de edad incalculable que solía apostarse a la puerta de la casa de sus dueños adoptando la pose somnolienta del perro viejo y más allá del bien y el mal. Pero bastaba con que pasase alguien para que incorporara en demonio y te sacara corriendo. Parecía odiar especialmente a los ciclistas y, para colmo, alcanzaba velocidades increíbles, coordinadas con los ladridos furiosos y las dentelladas que te iba largando mientras se emparejaba contigo. Soñaba con atropellarlo, pero para su suerte murió de viejo antes de que yo siquiera comprase la Winner 4T.
Luego me las tuve que ver con el Simón, un perrito de aspecto desvalido y que muchos años atrás debió ser blanco. Durante mucho tiempo además de fastidiarme, su conducta me intrigó porque te dejaba pedalear tranquilo hasta que de repente le brotaba la bestia y salía disparado hacia uno. Para entonces yo ya había desarrollado la destreza de pedalear y soltar coces mientras tanto así que puede repeler varios ataques y, además, insultarlo. Tiempo después descubrí que era asuzado por un señor cuya ocupación consiste básicamente en permanecer sentado a la puerta de su casa. Entonces,mencioné al pasar una denuncia policial y el peligro fue conjurado.
Fue cuando conocí a la Poppy y todo volvió a comenzar, pero le paso como a mí: la maternidad la cambió para siempre. Y me dejó en paz.
Dicen que uno debe hacer frente a sus miedos y puede ser; yo , por ahora,no he podido. Opto por cruzar la calle o cualquier cosa menos -eso sí que no- salir corriendo porque prefiero que el dentado me acometa de frente y no por la retaguardia: mi imagen pública no resistiría a la exhibición de esta servidora de meñique levantado, corriendo despavorida por la 25 de Agosto con un barbilla prendido a sus posaderas.
(Dedicado al ovejero Masoller y a esa banda de minivillanos que han poblado de zozobra mis andares por esta villa).