viernes, 15 de junio de 2012

Firmar o no Firmar. He ahí el dilema.

Introducción. Este trabajo se ocupará de dos tipos de firma que considero relevantes para poder explicar el proceso contra hegemónico que vive hoy el arte callejero y otras manifestaciones artísticas. Veremos como el arte se ve influenciado por la implementación de la firma como registro de su creador, las consecuencias y los motivos que determinan su existencia y muy brevemente las asombrosas variantes en las que la firma ha evolucionado hasta nuestros días, teniendo su presencia un rol hegemónico fundamental para su valoración económica y su legitimidad frente a la academia de eruditos que deciden qué es y no es arte en los tiempos donde “todo es Arte”. Por otra parte trabajaremos con la postura del anonimato, donde la obra o el arte es más importante que cualquier otra cosa y su creador no es más que una herramienta de la creación y no su propietario, por ello decide liberar a la obra de la pesada carga de su firma pese a que ello lo condenen al olvido y no reconocimiento de su trabajo. Firma Cuando Europa se interna en el corazón de Asía, los aristócratas de occidente preguntaron con insistencia por los autores de semejantes obras a lo que los residentes no comprendieron por qué el afán de conocer los nombres de los creadores en vez de deleitarse con las propias creaciones. ¿Pero qué podíamos esperar? Oriente es el otro Occidente, nuestro opuesto y en Japón, India o China la importancia por la autoría no era relevante. Este interés por la firma del autor tan naturalizada en nosotros, no siempre existió en nuestra cultura. La firma en el arte nace prácticamente con el concepto de arte y de artista, en el siglo XV de la mano del Renacimiento. Como respuesta a un cambio social que se venía dando producto del decaimiento económico. El artista ambicionaba una mejor calidad de vida y anhelaba la separación del gremio de los artesanos no solo porque esto podía permitirle el acceso a conformar esferas sociales como la burguesía, sino porque consideraba tener destrezas superiores que lo acercaban más a las ciencias que a los oficios. El proceso de sirviente a erudito tuvo distintas instancias ya iniciadas con la literatura en la Edad Media que se formalizan en el renacimiento para los pintores y escultores.[1] Los antiguos sistemas de inversión ya no eran tan confiables y el nuevo mecanismo económico que se venía gestando permitía que el arte fuese una inversión tan buena y segura como cualquier otra. Los artistas fortalecieron sus teorías y trabajos en base al estudio de las reglas y las leyes, transformándose en verdaderos científicos de la belleza. Permitiendo que sus trabajos se vieran cada vez más cotizados y requeridos tanto por los nobles como por el clero que ponía a disposición ostentosas fortunas para llevar a cabo obras de gran envergadura. La reputación adquirida por muchos artistas y la alta demanda de sus trabajos concedió mayor importancia a su firma, lo que permitió que sus creaciones pudiesen venderse a contratistas en el extranjero y que no perdieran valor en la re venta, asegurando que la inversión en este nuevo capital quedara asegurada. La firma en el arte no solo se produce como un mecanismo de diferenciación entre los artistas y sus trabajos sino que era el documento que comprobaba la originalidad, no de la obra, sino de su autor y con esto la justificación de su precio. ¿Qué quiere decir esto? Por ello los artistas comienzan a tomar aprendices quienes se dedican a realizar pinturas y esculturas con el estilo de su maestro y mientras él solo se dedica a firmar o a certificar que fueron realizadas por sus propias manos. Esta práctica persistió con el correr del tiempo, el más conocido es Warhol con su Factory pero podemos establecer patrones de esta metodología en Rodhin, Picasso y hasta Páez Vilaró. Con la aparición de la firma el arte completa su transformación, el lienzo y el oleo comienzan a valer a la par del oro y las piedras preciosas e incluso el no tener una representación pictórica de la familia de determinados artistas era un acto que podía llegar a disminuir su prestigio. Como podía suceder en Holanda de los tiempos de Rembrandt. Por lo tanto la firma en el arte se instala como un herramienta para profundizar la brecha social, transformando a las manifestaciones plásticas en objetos de consumo masivo que fortalecen la acumulación de bienes de aquellos que pueden pagarlo y permiten a los artistas sortear los impedimentos que puede acarrear la genealogía y hacer de un plebeyo un noble gracias a sus atributos en el dominio de la plástica (caso Velázquez). Si bien el arte ha pasado por distintos procesos y ha adoptado diferentes posturas ideológicas y participativas su existencia ha estado continuamente relacionada con las clases dominantes utilizando los recursos de las mismas para su continua expansión y evolución. A comienzos del siglo veinte los movimientos vanguardistas que contrastaban y repudiaban los mecanismos clásicos de expresión resignificaron el concepto y la importancia de la firma, haciendo que ésta fuese el valor agregado del objeto y que su existencia tuviese prioridad ante la obra. Permitiendo que un original se trasformara en una obra de arte simplemente porque un artista plasma su garabato en él (Lamina 1) o un telegrama pasa a formar parte de un acervo de una galería en Europa[2] (Lamina 2) porque el artista al enviarlo debe imprimir su firma. Esta liviandad con respecto a la legitimidad de una creación provocan en el arte una trasformación impensada, las firmas de determinados artistas se vuelven símbolos que cobran valores económicos que son manejados como acciones y su precio está sujeto a la oferta y la demanda, convirtiéndose en un objetos de inversiones, ya que no padecen ni crisis económicas, ni desvalorizaciones por conflictos bélicos o catástrofes como los puede padecer el valor de la tierra sino todo lo contrario, una obra con una firma reconocida que valida no la obra sino a su creador siempre está en alza. Desde la mitad del siglo XX a la fecha el arte ha padecido su más monstruosa transformación donde el artista no genera obras con fines expresivos o estéticos sino bajo las condiciones que le impone el mercado o los intereses del comprador, teniendo como prioridad la “trasgresión” que no es más que la fabricación de algo innovador que pueda insertarse en las corrientes de consumo y así validar y determinar un precio al artista o su firma. La firma en el arte, en tiempos contemporáneos ha ampliado más aun la separación del arte con las clases sociales menos favorecidas, ya que su importancia ha llevado a que grandes empresas o bancos acumulen obras para respaldar su capital y evitar la devaluación que sufre la moneda, (un ejemplo: Santander con la adquisición de la mayor colección de Van Gogh) dejando a la mayor parte de la población con la imposibilidad de apreciar las obras artísticas ya que estas descansan en una caja fuerte lejos de cualquier ojo humano. Por lo tanto la firma ha oficiado de aliado al sistema capitalista, su existencia respalda la acumulación de bienes, su presencia es equiparable a un tipo de moneda que no se devalúa ni padece de modificaciones que puedan perjudicar a sus propietario, asiste en su imposibilidad de accesibilidad a ampliar la brecha entre las clases sociales y evita la democratización de los bienes culturales. Su figura determina en el mundo “Donde todo es Arte” que es o no es arte y habilita a individuos como curadores, críticos y dueños de salas de exposición a tener un control sobre los medios de expresión artísticos que estarán sujetos a sus necesidades ya que serán ellos quienes legitimen qué o cuáles firmas son valiosas y de interés en el mercado. Anonimato Tanto en la edad media como en la antigua las manifestaciones plásticas carecían de una rúbrica o símbolo que identificara a su autor, si bien conocemos el nombre de grandes pintores y escultores griegos, persas y romanos es por medio de textos y no porque sus trabajos tengan algún signo que los emparente. La particularidad de este tipo de manifestaciones no es solo su anonimato sino su función, que posee un carácter educativo, contienen fábulas, historias e incluso inculcan valores sociales de la época. En donde podemos verlo claramente es en los murales egipcios que representan toda la cultura teológica y a su vez registran cada actividad social tanto laboral como de convivencia y de forma muy similar en el Medioevo donde el arte tenía el fin de trasmitir y educar la doctrina cristiana. Por lo tanto podríamos considerar que una de las características del anonimato en las manifestaciones plásticas es impartir conocimientos e ideas, por lo tanto educar a su espectador con una finalidad determinada. Pero claro, este anonimato que he mencionado también tiene las características de ser un mecanismo hegemónico que es utilizado por las clases dominantes y oficia como herramienta del sistema de control infligido en los habitantes de la época. Hoy en día podríamos comparar esta actividad con las que se desarrollan en la publicidad (donde conocemos el producto pero rara vez a sus creadores o autores intelectuales) donde si bien la atribución de arte y artista están presentes todo el tiempo esta condición es tan discutible o más que el carácter artístico de la expresiones plásticas y visuales de la edad antigua y medieval. Esta breve introducción es para establecer que sí existe un formato del anonimato que trabaja en función de los propósitos de las culturas dominantes y que lo hace de una forma muy eficiente. Pero lo que intento mostrar en los próximos párrafos es como resinificando el anonimato se puede obtener un proceso totalmente opuesto al mencionado y que a su vez contradice las postura de la importancia y necesidad de la firma en el arte. El arte Urbano Con los grandes conflictos bélicos y económicos de principio de siglo XXI las manifestaciones urbanas comienzan a hacerse más notorias, estallan grandes movientes en contra de la globalización, el capitalismo, las guerras, las costumbres sociales y los mecanismos de control como la educación, la televisión, etc. Una cultura anti sistema se hace presente en muchas partes del mundo sin la necesidad de organizarse, como una conciencia colectiva de estado vegetativo. Las imágenes recorren el mundo, las intervenciones se vuelven más osadas y visibles, se intervienen casas de gobierno, ministerios, palacios y museos, la ciudad se cubre de stencils y graffitis y esta manifestación artística se convierte en delito. Pero lo que más llamó la atención de este movimiento es la falta de datos de sus creadores, no hay nombres, ni rostros, no hay biografías, ni referencias, nadie sabe quiénes son, nadie dice quiénes son, porque su arte es anónimo. A lo sumo aparece un nombre “Ficticio” un nombre que el artista elige despreciando el que le fue otorgado hegemónicamente al nacer, ese nombre que lo cataloga y lo hace un número, su seudónimo es su nombre real, el que lo representa y a su vez permite que no se realice una “caza de brujas” y se acuse a cualquier otro artista de sus actos. Pero no lo enlaza de forma física con su trabajo. Ya que por este seudónimo yo no podré llegar a su autor. No es de extrañarse que esta postura nazca en el arte callejero, ya que su existencia de por sí como manifestación artística o movimiento es contra hegemónico desde su raíz, donde originalmente sectores menos favorecidos económicamente utilizan e intervienen su entorno como herramienta de expresión. Como un arte totalmente “ilegitimo” y en ocasiones proscripto, opta por no utilizar los soportes y herramientas clásicas aplicadas a las obras de arte convencionales, posee un condición de vida efímera gracias a que se realiza en la intemperie urbana contradiciendo la postura del arte que debe perdurar y permanecer por la eternidad en galerías y museos como un tesoro preciado y no presenta un interés por el reconocimiento del autor. Plantea una filosofía en contra de la academia artística contemporánea. El crear sin el interés de un reconocimiento es una postura que contradice el interés del artista. O al menos el interés de los artistas que se reconocen como tales. Ese posicionamiento de anónimo que adopta un creador no solo cuestiona el rol del artista dentro del arte sino que nos invita a considerar que el creador es solo una herramienta de el proceso equiparable a un pincel o a un pigmento, desestima la importancia de éste con respecto a la obra que es la que se lleva todos los créditos y miradas al no estar presente la figura el autor. Con la aparición del anonimato el producto del acontecimiento artístico es lo que toma mayor relevancia, la obra concluida despojada de marcos, de herramientas y del mismo autor pasa a un primer plano, y se entrega en una profunda intimidad con su espectador, que no es uno sino miles, con derechos indiscutibles a poder poseer el arte que se le había sido negado. Porque al romper la atadura de la firma el arte deja de ser “De” y pasa a ser de todos. Un obra sin firma tiene la característica de no ser de nadie, no tiene una persona o grupo de que pueda asegurar que es de su propiedad ya que no existe en ella una prueba que legitime esa afirmación, (si bien hoy en día se reconocen y se le adjudican obras a diferentes autores por análisis de técnica, materiales o antigüedad, son solo conjeturas que se respaldan gracias al valor que puede adquirir dicha pintura o escultura) lo que permite que el trabajo artístico sea una propiedad social (ya cualquier individuo perteneciente a este colectivo puede ser el obrador) y no individual. Esta libertad que se le otorga al público sobre la obra, al estar liberada de propietarios, a que se haga de ella lo que se crea conveniente, tanto su desaparición, copia masiva o suplantación por otra obra, es impensada en el arte contemporáneo donde una obra de arte posee un valor intangible superior a cualquier moneda. La liberación de propietarios tanto en la creación como en la intelectualidad de una obra, hace que esta deje de ser una mercancía, su finalidad ya no es la venta y mucho menos enriquecer a un sujeto. Solo cumple en fin de transmitir un mensaje, una idea. El arte urbano se ha esparcido rápidamente por todos los continentes, si bien es casi imposible determinar si hay una conexión entre uno u otro expositor el contenido de los trabajos se direcciona a un lugar: el combate contra el sistema. Denunciar, criticar, evidenciar los horrores del sistema, ir en contra de los dogmas preestablecidos, cuestionar la política, la economía y las decisiones de cada día, no como una forma educativa tal como lo hace el anonimato hegemónico. Sino estableciendo un diálogo con el público, invitando a reflexionar y a participar, a discutir sobre determinados temas, que por estar tan visibles a nuestros ojos se nos escapan o se pierden en el punto ciego. El anonimato habilita a que ese diálogo pueda darse entre la obra y el espectador, porque no hay un creador, no hay alguien que dice lo que debemos ver, la obra sola se muestra y el creador es uno más, un anónimo que está dispuesto a opinar y a escuchar. Conclusión Luego de ver como el proceso de firmar la obra eleva al artista a una nueva clase social y a al arte a un producto de góndola del mercado cultural, el anonimato en el arte callejero no se muestra como un opuesto a esta postura sino como un enemigo acérrimo, que no pretende un modificación sino una absoluta eliminación de la hegemonía del arte. Pese a que el anonimato en diferentes momentos de nuestra historia, incluida la actualidad, ha servido como herramienta para inculcar determinados conocimientos o ideas necesarios para la perpetuidad del sistema. El nuevo anonimato se enfrenta a esta postura dominante al cambiar la posición de quien transmite el mensaje, ya no hay un poder jerárquico en la manifestación artística, el arte se presenta como representante de sí misma y no de un poder, y el mensaje que trae no pretende imponerse sino entrar en discusión. El anonimato libera al arte de las ataduras que le infringe el mercado y las tendencias de la academia. Permite que la manifestación artística deje de ser propiedad de un individuo y se transforme en un bien social. Contradice el posicionamiento de adoración al artista y deja que éste forme parte del proceso de creación como una herramienta siendo lo más importante el resultado de ese proceso, o sea la obra. Se presenta como un anonimato que no imparte conocimientos sino que muestra opciones, permiten al espectador participar de un dialogo con la obra como iguales. Y lo más importante, con este comportamiento no solo se sacrifica el derecho sobre la obra sino el de la consagración del artista en el mundo del arte y su inmortalidad histórica. [1]Historia de las seis ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, Mimesis, experiencia estética” Tatarkiewicz, 1995, Madrid, Akal. [2] Robert Rauschenberg envió un telegrama a la Galería Iris Clert que decía: 'Este es un autorretrato de Iris Clert si yo lo digo.' como su contribución a la exposición de retratos que se estaba convocando en la galería… (1961)