Eran las nueve a.m. en la ciudad de Montevideo, la mañana del 21 de febrero era febril y asquerosamente húmeda. En ese pequeño lugar del octavo mundo todo parecía calmo, pero la tensión en aquellos salones era peor que la vivida en una negociación por la paz de Palestina.
La patética reincidencia, eterna, del Cabeza en el examen de química lo había transformado en una leyenda de la ignorancia nata de la ciencia.
Peluca, por lo pronto, novia del Cabeza, permanecía recluida en su pequeño nicho ecológico rodeada de papeles y formularios sociales, ideas que podían salvar el mundo y manifestaciones que proclamaban que la pobreza era una enfermedad. Para la cual, el Cabeza pensaba que no había mejor cura que un rifle sanitario.
Las puertas del centro educativo abiertas de par en par dejaban entrar el nauseabundo aire de la calle, el soque, el olor a basura y el continuo repiqueteo del tránsito pero a su vez seducía para una brillante y fugaz huida.
La regordeta profesora, teñida de caoba, con su normal rojo bandera rusa en los labios y sus pendientes de diente de brontosaurio al mejor estilo Vilma pica piedra, llamaba por orden de lista a sus futuras víctimas. El cabeza tenía la firme convicción que esa mujer se negaba a la muerte, de sus arrugas profundas y moradas brotaban más arrugas que desgarraban la realidad.
Cabeza escuchó su nombre se acercó y entregó su documento de identidad. La anciana y su fiel verdugo (el profesor Martínez) mientras sus fétidos alientos lo cubrían todo.
Los exámenes estaban sobre los pupitres, nueve preguntas sub divididas en tres (i, ii, iii) en total unas veintisiete preguntas. Se pasó a leer la propuesta, marcaron la hora de inicio del examen y la hora de finalización, no contestaron preguntas y hablaron todo el tiempo de mascotas muertas y cosas por el estilo.
Tres horas después el examen había concluido, las hojas apenas rayadas, dos o tres ejercicios seguros, el resto fuera de foco.
Cuando llegó a casa Peluca estaba en su nuevo hábitat que olía a naftalina y biblioteca repitiendo constantemente frases de Weber y Marx mientras su cabeza giraba y escupía sociología por la boca. Cabeza tomo el teléfono pero en informes de guía no había ningún exorcista registrado. Así que prendió la tele y se sirvió un vaso de agua de la descarga para él y para Peluca.
En la tele los programas de chimentos acaparaban conflictos de concheros, en el canal del gobierno un documental en blanco y negro pronosticaba los avances de la cura de la rabia, solo tenía un siglo de atraso. Y en el resto de los 3854 canales de cable no había nada.
Miró a peluca seguía convulsionando comunidad y progreso. Así que puso el canal porno y se preparo para una tarde de emociones.